Paolo Veronese, "Cena en casa de Leví"
Cuentan que el Veronés, terminada “La última cena” que le habían
encargado los frailecicos de San Zanipolo, tuvo que vérselas con la
Inquisición, escandalizada por la presencia de lansquenetes, borrachos,
bufones, enanos y un perro en el inmenso y abigarrado escenario de una
tela que acabó llamándose “Cena en la casa de Leví". Uno se pregunta, entonces, si
la francachela hubiera sido más aceptable sin esos elementos: en lugar
de un indiferente perro, un gato curioso asomándose a un cesto sobre el
que se inclina una exuberante matrona; en lugar de gentes de varia raza y
condición, espectros o espíritus informes surgiendo del techo de una
oscura taberna. Esto, el paso de un espectáculo colorido y mundano al de
una onírica escena de cenáculo, nunca mejor dicho, en que luces y
sombras parecen disputarse el espacio, es lo que sucede en “La última
cena” que pintó Tintoretto para la iglesia de San Giorgio Maggiore.
Tintoretto, "La última cena" (San Giorgio Maggiore)
En el gran decorado de Venecia, los alemanes no portan alabardas, sino, a
lo sumo, además de euros, cámaras de fotos, como muchas de las gentes
de varia raza y condición que se reúnen, para asistir a la función, en
diferentes rincones, desde la Punta de la Dogana a, pongamos por caso,
el Puente de los Tres Arcos. Los alemanes, algunos, se escaman ante la
tasa municipal sobre el alojamiento. Quizá dudan, como las otras gentes,
del papel que les ha tocado en suerte, entre el viajero y el turista,
entre la góndola, el vaporetto o el pie más o menos enjuto.
En el gran decorado, en el gran óleo de Venecia, no se ven gatos, pero
hasta las gaviotas posan para ser retratadas, como la que vimos en el
muelle, frente a la Giudecca, picoteando una sepia recién pescada. Uno
se pregunta, entonces, si, entre el tráfago, antes de que el Gran Canal
se convierta, como escribió Pere Gimferrer, en un arco voltaico, alguien
habita verdaderamente. Quizá los viejos y silenciosos palacios de bajos
corroídos se pueblan en la noche de esos pakistaníes que recogen las
camisetas a rayas, las máscaras de varios tamaños, los vasos de tutti
frutti que venden en sus tenderetes. Sin embargo, es cierto que vimos,
también, venecianos con carritos y bolsas de la compra, niños en patín o
en bicicleta.
En las sombras y las luces de la gran tela de Venecia no faltan bufones.
Bufón fue el guía pijo que coló a la familia de bien en Santa Maria dei
Miracoli. Y actuó, profesionalmente, como bufón el chistoso camarero
del Cannaregio que jugó con el tópico del español y el flamenco al cantarnos
“Bamboleo” y mencionar a los Gipsy Kings, ignorando, quizá, que este
combo es francés. “L’agua, por las ranas”, dijo cuando rechazamos
acompañar la bresaola con otra cosa que no fuese caldo de la tierra.
Después de todo esto, resultó más fácil entender que el 1º de mayo no se
vieran banderas ni pancartas en la Plaza de San Marcos, sino paseantes,
espectadores o actores guardando cola ante la basílica o al pie del
campanile, dudando quizá, ya lo dije, de su rol, entre Arlequín,
Polichinela, el Dottore o Pantalone...
Volvamos de la pintura a la pintura, de la máscara a la máscara.
Cuentan de la rivalidad entre Tintoretto y el Veronés. Del mismo modo,
podría hablarse de una frenética competición entre las numerosas
iglesias de Venecia por adornar, digamos que ad maiorem Dei gloriam, sus
muros. Sin salir del subgénero o del motivo de la última cena, pueden
contarse varias representaciones de esta salidas de las manos o los
talleres de Jacopo Comin y Paolo Gagliari. Dejemos a los inquisidores
conceder o no importancia a que, junto al exiguo nimbo, sea el punto de
fuga central el que permita reconocer a Jesús de Nazaret en el óleo del
Veronés. Quizá prefiriesen las ostensibles aureolas que se aprecian en
los cuadros de Tintoretto, al que no le faltaba, tampoco, teatralidad o
sentido del espectáculo, como puede observarse en otra “Última cena”, la
que se halla en Santo Stefano, en la que casi todas las miradas,
incluida la del perro, convergen en Jesús, que parece levitar sobre la
invisible banqueta en que se sienta.
Tintoretto, "La última cena" (Santo Stefano)
En la “Cena en casa de Leví”, San Pedro trincha un cordero. Es de suponer que, en los dos cuadros de Tintoretto, Jesús está repartiendo el pan entre los apóstoles. Uno puede imaginar, sin temor a incurrir en la ira de modernos o viejos santos oficios, pues escrito está en los Evangelios lo que Cristo dio a beber, que el evento, para acompañar el cordero, el pan o la polenta, pudiera regarse generosamente con Valpolicella o, quién sabe, un buen Friulano. Y l’agua, por las ranas.
Ya veo que has pasado un puente muy entretenido y si no recurdo mal repites viaje, ¿no? Muy interesantes las reflexiones pictóricas.
ResponderEliminarCierto. Teníamos que sacarnos la espinita del anterior, que fue un tanto agitado.
EliminarLas reflexiones pictóricas surgen del hecho de que acabamos organizando nuestro periplo en función de manifestaciones artísticas; en concreto, no te rías, de las contenidas en una decena de iglesias de las que hay en Venecia. Eso sí: a la buena de Dios, nunca mejor dicho.