Los vecinos de la calle hispalense, aledaña a la de Génova, en que se asentaba la casa de Juan de San Pablo, hubieran podido oír la recia voz del boticario, si este, poco amigo de dar pasto o pábulo a comadres, no se hubiese acogido, para hablar a su hijo Miguel, a la reserva que le proporcionaba el camarín sin ventanas que, junto a la rebotica, estaba al fondo de la propiedad.
-No es de cristianos arrebatar hacienda y vida a gentes inocentes –arguyó Juan.
-¿Quién os ha dicho, padre, que sean inocentes? –replicó Miguel.
Juan de San Pablo se acarició con lentitud la barba grisácea antes de responder:
-Me lo dice que la única culpa que hallas en ellos sea adorar a otro dios.
-Eso es herejía, padre.
-¿Acaso la Sagrada Escritura recomienda el fuego y la esclavitud contra quien no nos ofende?
-Son de bárbara y cruel condición.
-Entre creyentes se premian a veces crueldades mayores. Incluso con la púrpura.
-Padre...
Juan sabía que no podía seguir devanando ese hilo, no con su hijo, pues Miguel, pese a no apetecer la vida de iglesia o monasterio, ni guardar escrupulosamente todos los diez mandamientos, era celosísimo en materia de dogma, afección esta, por desgracia, común entre los de su linaje, cuando no daban en el otro extremo, el de judaizar. Además, la tozudez de Miguel corría parejas con la suya, que era proverbial.
A Juan le hubiese complacido que alguno de sus hijos escogiera mantener un oficio, el de boticario, que, además de familiar, era necesario a la república, a pesar del denuesto o la malquerencia del vulgo ignorante, o de la interesada aversión de algunos sabios. Nada podía reprochar al malogrado Mateo, pues unas fiebres se lo habían arrebatado cuando era infante. Nada, tampoco, a Pedro, el primogénito, pues su condición aventurera, manifiesta desde que apenas tuvo uso de razón, lo inclinó irremediablemente al ejercicio de las armas. Sin embargo, Miguel siempre había mostrado tener luces para el estudio, el cual, con tesón y esfuerzo, le hubiera permitido una vida más que pasadera y recta sin necesidad de favores ni composiciones. Por eso no alcanzaba a comprender que Miguel colgase los hábitos de bachiller, ni qué clase de ambición lo movía a romper, con las amarras de la carraca armada por don Diego que cabeceaba en el muelle, las raíces que lo unían a tierra y familia.
-En buena hora tuve a mi cargo la salud de don Diego –musitó Juan.
-No culpéis a don Diego por ser agradecido, padre. A la menor ocasión, yo...
-Don Diego pagó puntualmente y aun con creces; y eso basta, Miguel. Pues la cosa está hecha, solo me cabe rezar por tu vida y por tu bien. Y, puesto que te marchas en contra de mi parecer y no puedo darte mi bendición, quiero, al menos, brindar contigo con este buen vino de San Martín –dijo mientras llenaba el vaso que reposaba junto a una mano de su hijo.
-¿Cómo? –balbuceó Miguel.
-¿Te escandalizas? Esta será siempre tu casa, hijo. Pero has decidido echar a volar con tus propias alas. No me puedes acusar de falta de liberalidad hasta ahora. Entiende, entonces, que no sería justo que te ofreciera, aparte de lo dicho, más de lo que fuese menester para la travesía, pues poner los pies en el barco es como tenerlos en la patria.
-Está bien, padre.
La noticia corrió como pólvora por toda Sevilla. Al cabo de unas docenas de brazas, tras un horrísono estallido, el fuego había devorado y consumido en poco tiempo las naves de la encomienda de don Diego y las aguas del Guadalquivir habían dado cuenta de los restos. Las voces, execraran la obra del maligno, lamentaran el castigo divino o, simplemente, hablaran de infeliz y desgraciada fortuna, resonaban como las campanas de Santa Ana en los oídos de Miguel, acompañadas de los ruidos que le provocaba el dolor de cabeza que, a duras penas, le había permitido levantarse de la mesa, mirar con amargura la jarra vacía y arrastrarse hasta el patio donde le había llegado eco de la mala nueva.
Magnífico relato.
ResponderEliminarComo todo lo que escribes.
Un saludo
Gracias, Juanjo.
EliminarMagistral cuento. Me ha encantado leerlo en voz alta y todo. Cuántos padres empeñados en que los hijos no tengan experiencias que ellos no quieren tener.
ResponderEliminarSalu2
Gracias, Markos.
EliminarHabría que pensar si, en este caso, al padre no le falta razón.
Gran relato, como siempre, vecino. Te lo digo una vez más: deberías escribir algo más largo para su publicación. Hazme caso.
ResponderEliminarIgnoro si todo es fruto de tu imaginación o te has basado en alguna historia real.
A mí ,e han suspendido la cuenta de Twitter y no sé por qué de modo que quizá no me veas más por allí porque, si no me la devuelven no tengo intención de crear una nueva. Que les den.
Gracias, Francisco.
EliminarNo descarto emprender la creación de algo más voluminoso. Pero soy un poco perezoso y me estoy haciendo mayor para bregar con editoriales.
La historia es fruto de mi imaginación. Pensé en una familia de conversos españoles, con todo el espesor de, digamos, sensaciones y recuerdos que conllevaba una situación así. Luego me vino el conflicto concreto (recuerda que no se permitía a descendientes de conversos ir a América). La localización cayó por su propio peso: necesitaba un muelle con barcos, qué mejor, por tanto, que la Sevilla del XVI.
Twitter tiene sus zarandajas y a veces no funciona bien. ¿Te han dado alguna explicación? Puede que algún tonto del culo haya denunciado tu cuenta.