Quizá es que no entiendas las señales y no debas sentirte pesaroso cuando asoma el día. Vindica el júbilo el gallo que, más montaraz que campestre, se oye en la plaza. En unas horas, el escándalo de las cotorras y la voz sonámbula de los yonquis certificarán el milagro.
Pero, antes, mientras esperas cabizbajo que el semáforo te permita atravesar la calle, sopesas los platillos de la balanza: rojo cresta, uno; verde granívoro, el otro. Te dices que algunas cosas no funcionan y que no basta con desoír los reclamos que deleitan a la masa y engrasan sus instintos, pues ello no te hace más ejemplar, sino, probablemente, más desgraciado.
Entonces, aviesa e inmisericorde, la calle se empeña en vestirse de encrucijada. Estás lamentando no haber tomado el ascensor cuando algo, la vida o un monigote encendido de baratijas, te golpea y pretende ponerte una multa tanto si caminas como si decides permanecer inmóvil.
La vida es encrucijada donde sobran las cotorras que distraen a la hora de elegir el mejor camino. Lo que no hay que hacer, de ningún modo, es quedarse inmóvil.
ResponderEliminarClaro. Aunque las cotorras del primer párrafo son literales.
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