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8 de junio de 2016

Poetas

Caminaba, hace algo más de un mes, sin rumbo por el barrio. En el escaparate de una librería de lance que no recordaba estuviera allí, mis ojos se detuvieron en un ejemplar de Dardo, el caballo del bosque, novela para jóvenes de Rafael Morales. La memoria, que sigue su propia rosa náutica, me llevó entonces a mis últimos años de instituto, pues fue en el Emilio Castelar donde conocí al poeta talaverano, primero como callado y atento oyente de la lectura que hizo de un puñado de sus poemas; después, como nervioso y abrumado poeta adolescente al que un jurado de poetas del que formó parte Morales había premiado unos versos que ahora me parecen, si no horrorosos, fallidos y torpes. Don Rafael fue el encargado de darme ánimos y de aleccionarme para recitar de manera decorosa el texto galardonado.

De la bonhomía del personaje, que arropaba con su bufanda y su “loden” verde, tuve que enterarme más tarde, ya que fui alumno suyo dos años en la Complutense. Sus clases, obviamente, estaban llenas de poesía, la del Siglo de Oro, en demérito, todo hay que decirlo, de la prosa. Lo último que supe de Rafael Morales, antes de la noticia de su muerte, fue que se había quedado ciego, dolorosa y desconsoladamente ciego, aunque Concha Barba, su mujer, se desviviera por paliar la ceguera.

El Castelar, el Kremlin de Carabanchel, era, a finales de los setenta, un hervidero en el que lo mismo actuaban los Ñu o el grupo Tábano, como a los Guerrilleros de Cristo Rey les daba por quemar el coche de Joaquín Benito de Lucas, el director del instituto. Joaquín Benito de Lucas es poeta, talaverano también, como Rafael Morales. Supongo que a Benito de Lucas se debió en buena medida que las mañanas de los sábados fueran tiempo reservado en el Castelar para la poesía. La presencia y la palabra de Eladio Cabañero, Ángel García López o Claudio Rodríguez, entre otros, abrieron aún más los sentidos de un puñado de jóvenes letraheridos a los hechizos de las musas. Probablemente, varios de esos jóvenes participaban en el animado grupo que organizó un homenaje a José Hierro, con canto a varias voces del poema “Razón” incluido, al que alguien del grupo puso música. Supongo que Margarita, profesora del centro e hija del poeta, andaría por allí y oiría, como yo, el homenaje, teñido de nostalgia, de José Hierro a Julio Maruri y, sobre todo, a José Luis Hidalgo. Quizá la memoria confunde vientos y estrellas, pues han sido varias las ocasiones en que he disfrutado del privilegio de escuchar de cerca a Hierro, pero creo recordar que alguien le preguntó, parafraseando los versos de “No cantaré ya nunca más”: “¿Por qué se le ha secado el canto en la garganta?”.

Antologías aparte, José Hierro había publicado Libro de las alucinaciones en 1964. Agenda se hizo esperar hasta 1991. Años de silencio en las imprentas que pueden explicarse por diversas razones. Me importa puntualizar que, dejando a un lado todo tipo de ilusiones o aspiraciones, la poesía ya había dejado de ser un arma cargada de futuro desde hacía tiempo, si pensamos en la mayoría. Poco importa que la premien cenicientas transformadas en reinas o que presidentes de gobiernos se fotografíen con vates en sillas de ruedas. Nombrar lo perecedero, por otra parte, siempre ha sido tarea, por lo menos, ingrata, por mucho que en una capilla se inciense el intento. En cuanto a la modélica Transición, hubo, sí, mucho buen verso a verso, acompañado de golpes y golpes que, para quien de vez en cuando se acuerda, aunque sea discretamente, dibujan unos trazos que no acaban de concordar con la cuadrícula oficializada. Acudo ahora a mi experiencia: no fueron buenos los versos que recité en el Emilio Castelar cuando, en 1980, se me invitó a tomar parte en un acto de protesta por el asesinato de Yolanda González.

Tengo que volver a la dirección trazada al principio, y al azar, en el plano del horizonte. Así que las sinapsis de mis neuronas me encaminan de nuevo a esa librería de lance en la que, como habrá podido adivinar el hipócrita lector, acabé entrando para hacerme, gracias a un euro bendito, con Dardo. La costumbre y la querencia me llevaron a recorrer los improvisados anaqueles, en los que destacaban por doquiera libros de, o sobre, Mario Conde. El caprichoso azar me deparó unir a la novela de Rafael Morales el ensayo sobre José Luis Hidalgo que Aurelio García Cantalapiedra publicó en Taurus. Ya es casualidad que ambos libros lleven una dedicatoria de quien lo adquirió por primera vez a otra persona. Pero como este tipo de notas suelen despertar mi pudor, acabo aquí de abusar de la paciencia de quien, seguramente, se haya acercado a leer esto por casualidad.

  • La imagen, cuyo autor es Basquetteur, se publica con licencia Creative Commons BY-SA 3.0.


2 comentarios:

  1. Por casualidad o no, aquí estoy, embobada delante de estos recuerdos que casi parecen los míos. Yo también estudié en el Emilio Castelar, ese "nido de rojos" permanentemente amenazado por los Guerrilleros de Cristo Rey. Recuerdo perfectamente el día en que le quemaron el coche a Joaquín. Y recuerdo a Rafael Morales y a Claudio Rodríguez y a Eladio Cabañero y a Ángel García López. Pero, sobre todo, recuerdo con gratitud a Concha Barba, porque ella me hizo entender hasta qué punto amaba yo la literatura. ¿Cómo es que no nos conocemos, compañero? Yo también -por descontado- me hubiera comprado a Dardo, el caballo del bosque.
    Saludos.

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    1. ¡Qué casualidad! Probablemente nos hayamos cruzado alguna vez por los pasillos del Castelar. Sin embargo, si recuerdas a Concha Barba especialmente, la explicación es muy sencilla: Concha daba clases por la mañana; hice, excepto el primer curso, el BUP y el COU en el nocturno. De modo que es más fácil, si es que recuerdas a los poetas que nombras, que coincidiéramos en las sesiones de los sábados sin conocernos.

      El homenaje a Hierro tuvo lugar, si no me falla la memoria, en 1978. Lo organizó el grupo de poesía, del cual formaba yo parte.

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