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12 de mayo de 2016

La criatura de la plazoleta


      Fue, al comienzo, un bisbiseo o un zumbido. Quizá, un crujido, pues no hubo acuerdo que convenciera a los cronistas más escrupulosos en tiempos durante los cuales la memoria se ofrecía en almoneda al capricho o al oro, o se malbarataba en relatos cuya ficción sobrepujaba a la verdad o a su búsqueda. En cualquier caso, el fenómeno pasó desapercibido aun para los oídos más aguzados, carentes de la atención y la voluntad necesarias para que su acuidad no fuera distraída o secuestrada por la plétora de estímulos, muchas veces inanes, muchas veces engañosos, que acompañaban la marcha arrolladora de lo que todavía se seguía llamando progreso, al que los más osados, los más suspicaces y los más delirantes coincidieron en culpar, aunque por motivos diferentes.

      Al alba de un día de primavera, un cachorro de labrador, horro de la cadena que agitaba abstraída su ama, después de hacerle fiestas a un señor cuya prisa por llegar al trabajo le impidió ofrecer al perro otra cosa que una sonrisa para premiar su invitación al juego, corrió bullicioso hacia uno de los cuadros de fotinias, atraído por un olor nuevo. La mala fortuna quiso que el pañuelo rojo que cubría su cuello se enganchase en el cerco que protegía las plantas, de manera que sus ladridos estorbaron que los sollozos provenientes de uno de los arbustos fuesen oídos por la dueña.

      Hacia finales de junio era un llanto intermitente que ocultaban de día los rumores o el ajetreo de la rutina o, de vez en cuando, los cánticos y prédicas de un grupo de evangélicos. De noche, hasta la madrugada, a la que no resistían las voces estragadas de los yonquis si se había agotado su provisión de cerveza barata, el llanto hubiera podido percibirse con claridad por quien estuviese despierto, gracias a la reverberación que se producía en la plazoleta. Pero el doble acristalamiento de muchas ventanas del vecindario y la tardanza de los rigores del estío hicieron imposible que los insomnes lo escuchasen.

      Ahora que el lector, si se había sentido intrigado por el comienzo o alguno de los pormenores o, simplemente, picado por la curiosidad, espera un indicio o un atisbo que lo encamine a la develación del meollo de esta historia, a riesgo de ahuyentarlo o impacientarlo con otra dilación, es necesario que considere si la mejor manera de entender un enigma que implica de alguna forma la condición humana es limar las aristas del discurso, transitar por el sendero más recto, sea este fruto de la imaginación o de la realidad, cuando, como es el caso, las autoridades utilizaron toda clase de maniobras interesadas para escamotear los hechos o enterrarlos en el olvido.

       En plena canícula, la presencia de la criatura, homúnculo para los más cultos y los más pedantes, pigmeo para los más desavisados y los más improvisadores, mandrágora para los seguidores de Harry Potter y los aficionados al ocultismo, liliputiense para los lectores de Swift y otros con aire de orate, desestimada su calidad de robot experimental por lo que luego se leerá, hubiera sido evidente durante la noche hasta para los tímpanos más duros, si los gemidos, casi estridores, que surgían de las rosáceas no hubiesen sido confundidos con los maullidos de una gata en celo.

      Tuvo que ser la pelota de uno de los niños que ocupaban habitualmente las tardes de ocio veraniego en emular las hazañas de La Roja, la de España, no la de Chile, y molestar a los que, no disfrutando de vacaciones, prolongaban la merecida siesta en los pisos cercanos a la vieja mercería cuyo oxidado cierre servía de portería, la causa del descubrimiento del ser. La trayectoria del esférico fue desviada por un hábil despeje del cancerbero hacia los troncos de las fotinias. Se oyó, entonces, por encima de las voces de triunfo, el gemido o el maullido.

    -¡Hostia! ¡Un muñeco que habla! –exclamó el chico que, estando más cerca, corrió a recuperar la pelota.
      -Es una muñeca, tú –dijo otro.
      -¡Yo quiero una igual! –gritó una de las dos chicas del grupo.
      -¡Pero si es muy fea! –aseguró la otra chica.
     -No es una muñeca, tontos, es... ¿Qué es eso? ¡No se os ocurra tocarlo! Está muy sucia esa... cosa. Igual os muerde –advirtió otro.

      La intervención de curiosos, convecinos y familiares de los niños añadió barullo al revuelo. Unos vieron un monstruo o un diablo; otros, un marciano. Quién más, quién menos, todos convinieron en que la madre del primer chico debía reprender a su retoño por la palabrota, si no tenía a mano guindilla o si esta le parecía un castigo demasiado severo. A pesar del miedo a lo desconocido, muchos no desaprovecharon la ocasión de fotografiarse cerca de la criatura, para lo cual fue preciso apartar algunas ramas y desmochar algún ejemplar, en una sana, aunque improvisada, colaboración con la necesaria poda de estas plantas, fuera aquello extraterrestre, demonio o ser espantable de dudoso género o sexo, cuestión disputada con ardor por integrantes del círculo de feminismos del barrio, algunas de las cuales estaban dispuestas a prohijarla o prohijarlo, sobre todo si no mordía, y a debatir en asamblea el asunto.

      La viejecita que daba de comer a las cotorras, las palomas, los mirlos y, en fin, los humildes gorriones se había quedado sin la acostumbrada provisión de pan con que, a modo de gollería, regalaba el pico de las aves. Sin embargo, no le parecía que, ni aun remojadas, las migas de pan duro fueran apropiadas para saciar el lógico apetito de esa otra avecilla de Dios. Camino del supermercado dudaba entre unas lonchas de mortadela, algo de fruta, un litro de leche semidesnatada o unas buenas chucherías. Abrumada por la indecisión, llegó a la tienda a tiempo de pegar la hebra con una comadre que encontró y le faltó para desmenuzar los detalles del acontecimiento del día. De esta manera, ni una ni otra fueron testigos del alboroto cuya intensidad fue creciendo a medida que se sumaban curiosos a los corrillos reunidos en la plazoleta.

      El alboroto estuvo a pique de convertirse en tumulto cuando a una pareja de desaprensivos le dio por vaciar sobre la criatura una botella de agua con el fin de, decía uno, aliviar el calor que, como todos los presentes, debía estar pasando aquel ser, mientras el otro aprovechaba, móvil en ristre, para inmortalizar la hazaña en un vídeo que, en pocos minutos, se propagó como la pólvora por las redes sociales. La víctima profirió un berrido pavoroso que fue causa de más de una taquicardia. Trató de refugiarse entre las ramas que le habían dado cobijo, pero parte de su cuerpo estaba anclado en la tierra, como si hubiera echado raíces junto a las de uno de los troncos.

      Un agente de policía que hacía la ronda dio aviso a la comisaría, desde la cual, tras unos minutos de estupor, se le conminó a alejar o, al menos, contener a la gente, mientras aguardaban instrucciones de la superioridad. Estas no tardaron en llegar: aunque se consideraba que los acontecimientos eran probablemente producto de una superchería, lo más adecuado y urgente sería proceder a acordonar la zona como él y su compañero mejor pudieran, en tanto se buscaba la manera de enviar algunos efectivos de retén que no estuviesen ocupados en reforzar la seguridad en una tarde de locos con varios altercados y, sobre todo, una manifestación multitudinaria que colapsaba el centro de la ciudad.

      -Pues estamos aviados –acertó a decir el agente.

     Las novedades fatigan. Cayó la noche y, con ella, la expectación. A los policías, secundados por unos individuos del CNI interesados en averiguar el paradero de los autores del vídeo, no les fue difícil mantener el orden y disuadir, de paso, a un equipo de la televisión local a la caza de una serpiente de verano que cubriera los huecos de la programación. Hubieran cazado aire, pues la consigna decretada por el alto mando era el silencio, hasta que el comité de expertos reunidos para la ocasión recomendase otra medida. Los servicios secretos se encargarían de que el silencio fuera completo intimidando a los testigos que pudieron identificar y requisando toda prueba para hacerla desaparecer.

      Eladio no tenía que estar allí. Pese a que le habían dado de alta tres días atrás, aún no se había restablecido, ya que seguía viendo amenazas y peligros en cada esquina. Le habían asegurado que el servicio, aparte de necesario para dar descanso a los miembros de la unidad que habían intervenido en la manifestación, iba a ser rutinario, con menos riesgo que usar la fotocopiadora o el fax en la oficina. Aquella cosa, fuera lo que fuera, le repugnaba y amedrentaba. Sin embargo, su misma aprensión acicateaba su curiosidad. Se había mantenido a distancia de la criatura, pero, llegada la mañana, asumió la vigilancia del sujeto mientras otros compañeros iban a desayunar.

      Sobre lo que ocurrió después, analistas, politólogos y tertulianos de toda laya ofrecen conjeturas basadas fundamentalmente en el testimonio de oscuras e innominables fuentes y, en especial, el discutido y discutible de Eladio, al que cualquiera que le sea permitido visitar al expolicía en la institución psiquiátrica en que permanece confinado puede tener acceso, si es capaz de soportar con paciencia y caridad los excesos a que lo arrastra su proverbial logorrea.

      Eladio vio cómo aquel ser lo miraba con fijeza y con una mueca indescifrable. A la mueca siguió un gruñido como de fiera, tras el cual la criatura adelantó el torso y alzó con violencia los muñones o como quiera que pueda llamarse a lo que parecían brazos. El agente creyó que el bicho pretendía abandonar su arraigo y saltar sobre él. Eladio desenfundó su H&K y vació el cargador sin pestañear.

      Quien, de amanecida, atraviesa la plazoleta para tomar el ascensor del metro quizá haya reparado alguna vez en el extraño comportamiento de un labrador añoso que siempre da dos vueltas alrededor del mismo cuadro de fotinias, el único que sus orines respetan, antes de pararse un momento a suspirar.



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