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16 de marzo de 2014

De tósigos

Por debajo del vaho, el espejo duplicaba el perfil macilento de sus mejillas. Cuando la bruma se disipase, la navaja ayudaría a recuperar el orden convencional de la piel rasurada, aunque su frialdad y palidez se acentuasen, para corresponder al orden restablecido que había reinado siempre en su casa y que alguno de sus escasos amigos, desinhibido por una ración generosa de alcohol de importación o un ataque de irrefrenable sinceridad, había comparado en cierta ocasión con el de la maquinaria de un reloj. 

Si había permitido que los engranajes de su vida rodasen al revés, fue, se dijo, por ver en sus ojos negros la posibilidad de salir de la rutina que lo asfixiaba por momentos. Esto ocurrió la primera vez que ella se coló en su hogar, entre tímida y juguetona, en busca de un poco de azúcar. También él, pensó entonces, necesitaba dulcificar la rigidez y sequedad, que atribuía a su aislamiento y al paso de los años, con un poco de espontaneidad y de impudicia inocente.

Se fue acostumbrando a sus visitas y a que anduviera desnuda revoloteando por todos los rincones y acariciando sus pertenencias y, por qué no decirlo, a él mismo. De esta manera, permitió que se instalase, pues en ello no vislumbró desventaja ni amenaza alguna. No hubo, además, promesas por parte de ninguno de los dos, más allá del compromiso de guardar la reserva, de no convertirse en una carga el uno para el otro y de respetar, si fuera el caso, la necesidad de espacio o de aire de cada cual cuando lo precisasen.

El tiempo fue pintando la realidad con colores sombríos. Al principio achacó a las acrobacias sexuales que, en la noche, desempeñaban el papel protagonista la pereza que se apoderaba de ella hasta bien entrada la mañana y la hacía una con las sábanas revueltas y empapadas de sudor. Díficil era entonces conseguir que saliera de su letargo para algo más que arrastrar su hermoso cuerpo hasta la despensa por alguna golosina que engullía sin miramientos y sin atender a ningún principio de higiene.

Comprendió con dolor y asco que su molicie era algo más que un hábito el primer día que le reclamó desde el lecho, agitando sus miembros embadurnados de chocolate y zumo, la mirada turbia, llena de procacidad malsana, que le volviera a servir el desayuno y la poseyera. El asco se transformó en horror cuando, al acercarse para convencerla de que debía cambiar de actitud, pues su relación estaba convirtiéndose en una especie de infierno, saltó pesadamente de la cama y pegó su boca llena de mugre a la herida que por accidente se había infligido al cortar los pomelos.

Sabía que su hinchado y peludo abdomen y el sopor de la digestión de la tarta cuyos restos yacían junto a ella impedirían que hiciese otra cosa que alzar con esfuerzo la cabeza por encima de las alas atrofiadas. Cerró la ventana con el pretexto de evitar la incomodidad de una corriente que no existía, se colocó la mascarilla, abrió el bidón de DDT y lo vació lentamente sobre el cuerpo que se retorcía en su propia inmundicia.


2 comentarios:

  1. Uno puede enamorarse de cualquier cosa pero, pasada la tontuna propia de tal estado, puede darse cuenta uno de que nuestro objeto amado es una especie de Gregorio Samsa.

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    1. Bueno, en el texto no se utiliza la palabra "amor". Goyita Samsa ya era lo que era la primera vez que entró en la casa.

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