Al comienzo de su autobiografía, El mundo de ayer, Stefan Zweig constataba, no sin amargura, que el hombre de su tiempo ya no podía creer en que al progreso técnico siguiera el progreso moral. Recordaba, además, unas palabras de su amigo Freud, quien “afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno”. Zweig, que supo en su exilio londinense de la prohibición en Alemania de La mujer silenciosa, la ópera de Richard Strauss cuyo libreto firmó, seguramente tuvo noticia, si no de cómo se empezó a aplicar la “solución final” en los campos de exterminio, sí al menos de “la noche de los cuchillos largos”. Zweig y su esposa Charlotte se suicidaron en febrero de 1942.
Zweig, que conocía sobradamente la Divina Comedia, quizá se hubiera avenido a calificar de “dantescas”, como hace la gente corriente y moliente inspirada o intoxicada por las vaharadas sulfurosas de los medios de comunicación, las imágenes de desastres, catástrofes, crímenes, guerras. La gente común no sabe u olvida, como olvidan a propósito los medios, que hay otras muchas imágenes o escenas dantescas en las que se puede encontrar, incluso con nombre y apellidos, la causa de guerras, crímenes, desastres... No en vano, Dante situaba en el noveno círculo del infierno la Antenora, donde iban a parar las almas de los traidores y, en el octavo, el Malebolge, las de los malos consejeros, hipócritas, aduladores y malversadores.
Desde esta orilla del Aqueronte o, si lo prefieren, del Manzanares, observo el transitar de muchos indiferentes, pero no veo las moscas ni las avispas que los torturan. Ahora no tengo ojos sino para trazar imaginariamente un círculo que pasa por La Moncloa, la Carrera de San Jerónimo y la Puerta del Sol. Y me llega, no sé por qué, el fétido aliento de Gerión.
Desde esta orilla del Aqueronte o, si lo prefieren, del Manzanares, observo el transitar de muchos indiferentes, pero no veo las moscas ni las avispas que los torturan. Ahora no tengo ojos sino para trazar imaginariamente un círculo que pasa por La Moncloa, la Carrera de San Jerónimo y la Puerta del Sol. Y me llega, no sé por qué, el fétido aliento de Gerión.
Es que vecino, a este lado del Manzanares el único círculo que hay de momento es el anillo olímpico que nos quiere por al cuello el señor Gallardo, a quien, por cierto, habría que regalarle un círculo completo y nuevo, el décimo, para que purgue sus fechorías emetreinteras. Condenado por la justicia, sí, pero de rositas que se va porque lo hecho no tiene remedio. Bien podría habilitarse ese nuevo círculo condenatorio para los malos regidores que no quieren dimitir, tal como el susodicho, el tal Echevarría que no se entera o la misma Salgado, contradicha por su jefe en la cosa de las centrales nucleares.
ResponderEliminarY ya puestos, pongamos un undécimo círculo para los tontos del bote que, pese a todo, no lanzamos al río a los inquilinos del décimo.
Apoyo la moción, vecino.
ResponderEliminarClaro que había pensado en Gallardón. Pero, por cuestiones de estética, lo rechacé porque el supuesto círculo se convertía en una espiral o una helicoide. Aunque ahora que lo pienso...