Páginas

1 de noviembre de 2014

Ten cuidado

      Empezó el diario escribiendo: “El piso no es nuevo, pero las reformas lo han convertido en el refugio más adecuado para mi convalecencia. Quién sabe si, con el tiempo, será realmente mi hogar, pues el que me atribuyen me resulta tan desconocido como las partes de mi vida que mi memoria se niega a recordar”.
      Abrió una de las ventanas que miraban al parque con la presunción o la esperanza de encontrar en el pedazo de Madrid que podía divisar algo, un aire sutil, una nota, que concordase con sus recuerdos; pero la ciudad le seguía pareciendo más gris, más sucia, como la borra que cubría las lagunas de su pasado, la  cual se adensaba o apelmazaba por más que intentase removerla.
      El correo le traía buenas noticias. Gerardo le enviaba un encargo acorde con sus conocimientos: un artículo de divulgación sobre las cárceles en el Siglo de Oro. La remuneración no era gran cosa, pero tenía las espaldas cubiertas y era una buena ocasión para volver a trabajar y poner la mente en algo que le apasionaba. Gerardo era la única persona de su entorno que no le mencionaba el atentado cuando se comunicaba con él. Iba a agradecer el envío cuando su mirada se sintió atraída por la fotografía que, en un lado de la mesa, mostraba su rostro sonriente junto al de una mujer de rizada cabellera negra.
      “Andrea... Dicen que se llamaba Andrea. Un nombre y una cara para un dolor que no encuentra asiento. Un dolor que no sé si es tal o solo un hueco que se oculta como una sabandija en una conducción subterránea, bajo la pelusa que lo amordaza. Ella estaba en el coche cuando estalló. Perdóname, Andrea”, logró garabatear en el diario. Guardó la foto en un cajón y decidió subir al altillo para distraerse, pues era labor inútil olvidar lo que no recordaba. Allí lo recibió un fuerte olor a pintura y a barniz. Los encargados de la obra habían trabajado a conciencia, pero en un rincón podía verse un trozo de sábana manchado que cubría un bulto. Alzó con cuidado la tela y descubrió un cofre de madera semejante a una maleta de pintor. La vida del cofre, a juzgar por los arañazos y las marcas de golpes, debió ser muy ajetreada. Mientras hurgaba en uno de los bolsillos del pantalón en busca del móvil, asió el cofre con la mano libre, pero el peso o su torpeza hicieron que cayera sobre la moqueta y se abriese con un chasquido. El contenido poco tenía que ver con los útiles de un pintor: dos carpetas cuyas gomas parecían a punto de reventar, un reloj averiado, una libreta con direcciones y la llave de una consigna.
      Las carpetas rebosaban de documentos sobre torturas y ejecuciones entre 1939 y 1950. Cogió uno al azar: era una carta fechada en junio de 1941, en la Prisión Provincial de Porlier. La carta llevaba una fotografía sujeta con un clip en el borde superior en la que se veían cuatro hombres con las espaldas apoyadas en un muro de la prisión. En el dorso de la imagen, trazada con fina caligrafía, a lápiz, la siguiente leyenda: “Porlier. El segundo por la izquierda”. El comienzo de la carta decía así:

      María: 

      Cuando esta te llegue, ya habré muerto. No sé si me espera la tapia del cementerio o el garrote. Aunque ya llevo una semana en la tercera galería, casi no puedo moverme de dolor. La última paliza ha sido atroz, pero no he dicho nada.
      Haz lo que puedas por el compañero que te hará llegar esto que escribo. Sé que la situación...

      Después de varias horas de revisión, empezó a escanear lo hallado. Concluida la tarea, pensó que lo mejor era compartir el material con Gerardo. Había toda una historia, compuesta de muchas historias, que debía salir a la luz.
      -Estamos a punto de cerrar, hombre –la voz de Gerardo sonaba alterada-. ¿Qué quieres?
      -Estoy enviando a tu correo particular copia de un montón de documentos. Me gustaría que les echases un vistazo –le respondió.
      -¿De qué van?
      -Sobre cárceles...
      -¿Ya te has puesto manos a la obra? ¿Tan pronto? –le interrumpió, sorprendido, Gerardo.
      -Cárceles franquistas.
      -Huy. ¿Volviendo a las andadas? Te llamo en cuanto pueda.
      La llamada se hizo esperar hasta la mañana siguiente. Para él fueron horas pasadas entre papeles e imágenes que constituían “un relato, no por intuido o conocido en parte, menos soterrado, que golpea sordo el polvo de algún rincón”, anotó en el diario.
      -Es una bomba –le dijo un Gerardo preocupado.
      -Entonces, podemos empezar a...
      -Tengo que consultarlo con Díaz.
      -¿Quién?
      -El nuevo subdirector.
      -Preferiría que no lo hicieras. ¿No podemos...?
      -Entiéndelo: no puedo trabajar por libre.
      Sacó a pasear su disgusto por Madrid. No podía reprocharle nada a Gerardo: lo estaba ayudando más allá de lo que pide la amistad. Además, la profesión no gozaba de buenos momentos. Aunque las calles se le hacían extrañas, como si jugaran con él a un absurdo escondite, sus pasos lo llevaron, tras algunos tropiezos, ante el Colegio Calasancio Nuestra Señora de las Escuelas Pías. Desde el bar situado en el chaflán frontero, más que admirar miraba el bajorrelieve de José de Ávalos. Escribió, mientras daba callados sorbos al café: “Raras vueltas del destino: un picapedrero, como gustaba llamarse, depurado para incensar el Movimiento, aquí y en Cuelgamuros”. Se preguntaba si alguno de los escolapios bilingües tendría noticia de que su colegio sirvió de cárcel para los dos bandos cuando recibió la llamada de Gerardo.
      -Díaz me dice que, de momento, estas cosas no interesan al periódico.
      -Lo suponía –acertó a responder.
      -Me ha preguntado por los originales.
      -¿Ese Díaz es de fiar? –preguntó alarmado.
      -No sé. Su currículo es apabullante. Parece un buen profesional. ¿Por qué?
      -No sé. En cualquier caso, voy a investigar un poco a ver si puedo hacer algo con todo esto.
      -Ten cuidado.
      -¿Por qué?
      -Porque te conozco.
      -Vaya suerte que tienes –dijo con una mezcla de amargura e ironía.
      Pasó la semana entre búsquedas infructuosas. El tiempo y el silencio habían convertido la libreta en un laberinto o en un callejón sin salida. Los primeros documentos que estudió a fondo parecían, también, un dédalo que escondía celosamente su minotauro. Regresaba del asilo en que murió María, con la desazón de no cumplir un mandato cuyo arcano no terminaba de descifrar, cuando oyó el primer mugido. El escaso mobiliario del piso ofrecía,  en su desorden, indicios suficientes del paso silencioso de unas poderosas pezuñas. La sonrisa que se le había dibujado imaginando la alegoría se congeló en una mueca al leer la nota que, junto a la foto con Andrea, cubría el teclado del portátil: “¿NO HAS TENIDO BASTANTE? TEN CUIDADO”. Habían utilizado su ordenador y su impresora, que aún estaba encendida, para escribirla y, después, habían extraído el disco duro. Las carpetas y la libreta habían desaparecido.
      La denuncia quedaría pronto archivada. La policía no encontró huellas ni él pudo aportar pruebas, pues el correo de Gerardo había sido atacado por un hábil intruso. Díaz, le aseguraban personas de confianza, parecía intachable. El antecedente del atentado tampoco sirvió para que los investigadores se interesasen en algo más que seguir el protocolo, aun con la evidencia de que los objetos de valor que había en el piso no fueron sustraídos.
      Resignado a pasar sus días buceando en las cenizas de su cerebro y a entretenerse con el artículo de divulgación que le había encomendado su amigo, se encaminó a la Biblioteca Nacional. Paseando por Atocha recordó que aún tenía un bolso en la consigna de la estación. En el invernadero, un joven le entregó un pasquín, en el que bajo el lema “No somos mercancías en manos de políticos y banqueros” se invitaba a los ciudadanos a manifestarse al día siguiente, y le deseó que tuviera un buen día. La consigna estaba poco concurrida. Al buscar el llavero recordó que guardaba también en él la llave que encontró en el cofre. Comprobó excitado que las dos llaves eran parecidas y se dirigió a la taquilla correspondiente a la del cofre. Un golpe en la cabeza lo llevó a la inconsciencia desde el estupor que le produjo la lectura de las primeras líneas del diario que halló en el fondo del mueble: “El piso no es nuevo, pero las reformas lo han convertido en el refugio más adecuado para mi convalecencia...”



2 comentarios:

  1. ¿La vida es un bucle? Es posible o quizá un péndulo. En cualquier caso parece que se repite de una forma u otra, o quizá no es que se repite sino que regresa una y otra vez hasta que se resuelve. Y nosotros tenemos muchas cosas pendientes de resolver pese a los esfuerzos de las juezas argentinas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A la pregunta no sabría qué contestar. Un vistazo atento a la Historia parece dar una respuesta afirmativa.

      Aunque es loable el esfuerzo de esas juezas, la solución, o la resolución, si es que existe, no está en el Río de la Plata.

      Eliminar

Piénselo bien antes de escribir