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3 de agosto de 2013

En la sangre

Pongamos que se llama F, o K, de más resonancias literarias. K, o F, está casado, tiene dos hijos, dos perros, dos coches (bueno, el segundo es el de su esposa), dos televisores, dos móviles, dos ordenadores (bueno, el pórtatil es de sus hijos), una hipoteca. F, o K, trabaja por cuenta de otros, no importa en qué, aunque conviene precisar que no se cree insustituible o imprescindible, menos en estos tiempos, pese a dar el callo incansablemente. La familia de K, o F, en la que ella también trabaja, llega a final de mes; a veces, con apuros. El hombre, aunque bien podría ser una mujer (bastaría, simplemente, con cambiar algunos de los morfemas de esta historia), estaría cerca de ser feliz, si no pensase en la felicidad como algo absoluto a lo cual se tiende, pero nunca se llega. F, o K, no entiende mucho de política ni de economía. Pero le parece que las cosas no van muy bien, que el rumbo que estas han tomado puede afectar a su familia, mas no sabe qué puede hacer él, salvo confiar, y esto le resulta cada vez más difícil, en las personas a las que vota, a las cuales, a fin de cuentas, no conoce. 

K, o F, está cambiando de canal en uno de los televisores y sufre un vahído momentáneo. La causa no puede deberse al efecto o la impresión del insulso spot que, desde la pantalla, le ofrece mentidos paraísos, ni a un fallo de su buena salud; así que no le da importancia. Sin embargo, unas horas más tarde, no puede dormir. El desvanecimiento se repite, inopinadamente, en el trabajo, mientras entrega un informe a su superior inmediato. A partir de entonces, los desmayos se van haciendo recurrentes en las situaciones más dispares. F, o K, decide, por tanto, acudir al médico. El doctor, que, a simple vista, no encuentra nada fuera de lo normal, lo envía a varios especialistas, sin descartar, si el caso lo requiriese más adelante, la ayuda de un psicólogo o, incluso, de un psiquiatra.

Tras meses de tediosas pruebas sin resultado, K, o F, creyéndose abocado sin remedio a ponerse en manos de aquellos a quienes siempre ha llamado “los loqueros”, recibe, sin esperanza, el resultado del enésimo análisis de sangre. Y, sin esperanza, se acerca al ambulatorio a entregarlo en consulta. Hay un grupo de personas frente al edificio con pancartas, cacerolas y silbatos protestando por los recortes en sanidad. Nuestro hombre pasa de largo, temeroso de desmayarse en medio de la algarada (los tumultos y las reuniones de gentes vociferantes jamás le han interesado, salvo en los estadios de fútbol o en fiestas populares)  y consigue plantarse ante el médico de cabecera.

-Su problema está en la sangre –le dice, después de revisar concienzudamente los papeles, el doctor.
-¿Cómo?
-Tiene usted sangre de horchata.

4 comentarios:

  1. Jajaja, muy bueno. Pero tener sangre de horchata está demostrado que es mejor para la salud en estos tiempos convulsos. Imagina a este mismo personaje con la sangre encendida ante el televisor, hubiera muerto de infarto de tanto hacérsele "mala sangre". Que es lo que me pasará a mí.

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    1. Gracias, vecino.

      Un poco de mala sangre necesita este F o K.

      No te mueras todavía, hombre.

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  2. Muchos somos los que tenemos la sangre de horchata, yo me incluyo. Pero seamos justos, cuesta darle la vuelta al pensamiento acomodaticio, sobre todo en aquellos a los que les sumieron en el mismo desde su nacimiento. A otros pocos, la edad nos pesa y acobarda un poco.

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    1. La "horchatitis", si se me permite la expresión, es una enfermedad bastante extendida, en mayor o menor grado. Dicen que, en el caso de algunas enfermedades, el primer paso para la curación, quizá no definitiva, es tomar conciencia de la insania. En cualquier caso, es cierto que, digamos, es un tanto absurdo pensar que todo el mundo se convierta en una ong ambulante.

      Hay que tener en cuenta, también, lo que podemos llamar "licencia poética". Si te fijas, el relato, bien mirado, es una especie de chiste alargado.

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