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16 de junio de 2013

Una rosa para Sandro

Asaltado por la intempestiva aparición de un flautista, al que hacen coro involuntario los gritos de cuatro jóvenes de cabello multicolor, cierro, resignado, el libro de Robert Graves y aguardo la apertura de las puertas en la estación siguiente. En las escaleras mecánicas, por debajo del zumbido de los engranajes, noto de pronto un vacío y me acuerdo de Sandro.

Sandro es, era una voz bien timbrada, capaz de atacar con gusto no solo las milongas y los tangos de su tierra (yo imaginaba que había venido huyendo del corralito), sino también las melodías de “¿Por qué te vas?”, “Lady Laura”, “Nos dieron las diez”, “Mediterráneo” o “Un velero llamado Libertad”, y de olvidarse del micrófono y de los infames arreglos de las pistas pregrabadas que usaba como acompañamiento. Y era unos ojos grises sobre los que se cerraban los párpados cuando el viajero depositaba una monedas en la caja, y era una sonrisa franca que saludaba desde el rellano, sin perder el compás, a quien se dejaba bajar o subir por las antesalas de esa tierra de nadie que es el metropolitano. Era, en fin, la música lenitiva que anunciaba la cercanía del hogar o la boca del infierno.

El vacío, el silencio poblado de ruidos del último tramo se llena ahora de los acordes de “Wind of change” de Scorpions, silbidos incluidos. Es Sandro quien silba y acompaña los rasgueos de su hijo, que vuelven a resonar en la memoria. Por unos instantes creo que los niños del mañana podrán compartir sus sueños más allá de los agoreros avisos que en las puertas recomiendan el abandono de la esperanza.

Tras cerca de dos años de este esparcimiento casi cotidiano, la voz de Sandro dejó de oírse en el metro que me deja a dos pasos de casa. Un golpe de suerte, pensé; quizá un cambio de aires. Tal vez, la presión, antes inexistente, de los vigilantes. Por aquellos días leí algo sobre un ataque de neonazis a unos músicos ambulantes en otra estación.

Unas semanas después, los acordes de “Wind of change” me sorprendieron en la escalera esperando los silbidos de Sandro. Cuando me detuve en el rellano, el hijo de Sandro seguía acariciando la Stratocaster. Bajaba la cabeza hacia el puente, concentrado, tal vez, en las pulsaciones de su mano derecha; o para ocultar, acaso, el parche que tapaba uno de sus ojos. Sobre el amplificador, ajándose ya en el frasco, había una rosa roja. Una rosa para Sandro.

4 comentarios:

  1. Se me hace un nudo en la garganta de pensar que nadie está a salvo de nada. Ni la clase media, depauperada, ni los desgraciados que a duras penas se ganan la vida a salto de mata entre canciones callejeras mendigando el favor de la gente. Si no son los mercados, son los neonazis... En cualquier caso es la indiferencia social, nuestra indiferencia cómplice la que los mata, la que nos mata.

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  2. Triste historia de la que todos somos en cierto modo cómplices, como muy bien destaca Francisco.

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    1. Efectivamente.

      En mi descargo, o todo lo contrario, pues la literatura tiene sus propias leyes, he de decir que el personaje en el que la historia se inspira estaba vivo la última vez que lo vi. Espero que siga cantando, si no en el metro, en otros lugares más acordes para apreciar sus facultades.

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