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30 de diciembre de 2015

Invierno

Se acerca con flaco andar, lleno de fatigas y cuidados, como cayado de mimbre que con poca carga se doblega. Al término de la cuesta, siguiendo las verjas que ocultan a los ojos la opulencia de quienes tras ellas viven, ha de llegar a la ancha travesía que, a mano izquierda, la conducirá a las puertas de la residencia. Allí pregunta por Manuel y le dan señas, breves pero precisas, para guiarse por el laberinto de pasillos.

La sala, espaciosa, está ocupada por dos enfermeras y una treintena de ancianos, sentados en butacas o en sillas de ruedas, que aguardan la hora de la comida. Al fondo, junto a dos hombres que juegan un parsimonioso dominó sobre un costado de la larga mesa, divisa a Manuel. Los casi dos metros encorvados de su hermano, mi pequeño, apenas mueven la cabeza cuya mirada parece extraviada en un punto indeterminado del tablero.

Los ojos se liberan de la sombra con lentitud cuando ella refrena su congoja, le aprieta con suavidad un brazo, lo besa y lo llama. ¿Sabes quién soy, hermano? Tarda en responder, en salir de la posada de sus pensamientos. Lucía, balbuce. Afuera hace frío. ¿Cómo sabías que estaba aquí? ¿Has visto ya la habitación donde duermo? No, tonto, tú duermes en tu casa. Afuera hace frío.

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