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26 de septiembre de 2015

Semejante bicho

      Le despertó de nuevo el zureo. Los aletazos lo lanzaron hacia la ventana de la buhardilla con lo primero a que se aferró su mano después de arrojar a la tarima sábanas y colcha, calzar las zapatillas y golpearse contra el quicio de la puerta. Vació el insecticida sin mirar. Las muy malditas habían vuelto a anidar al amparo del tejadillo y habían dejado su huella inmunda de deyecciones y plumas. Probablemente volverían.
      Nunca había comprendido cómo se le había ocurrido a nadie sensato y devoto encarnar en semejante bicho el Santo Espíritu del Señor o, siquiera, la paz. Solo toleraba la idea de que existieran las mensajeras, por su utilidad, y las de los ilusionistas, cuya animalidad había sido sublimada en favor del espectáculo o, si se prefiere, del arte.
      Cuando regresó de la oficina, donde se dio el gusto de entregar en persona el finiquito a los cabecillas que más se habían significado durante la última huelga, vio a la vieja barbuda amasar mendrugos con sus sucias manos sarmentosas, rodeada de palomas. Iba a pasar de largo, pero la vieja se alzó mansa y pesadamente ante él, cortándole el camino.
      -Señor: algo para las pobrecitas palomas –le rogó.
      -Haga el favor de dejarme en paz, señora –respondió.
      La vieja lo asió suavemente de una manga y fijó en él uno de sus pitañosos ojos:
      -¿No son preciosas estas criaturitas de Dios? –le dijo.
     Se zafó de la garra y empujó a la anciana, que rodó sobre los restos de pan hasta el arriate espantando a las aves. Se dirigió sin volverse hacia el aparcamiento y sintió, de pronto, los aletazos y los graznidos por encima de su cabeza. La loca carrera lo llevó exhausto, cubierto de palomina y asaeteado por los picotazos, a su automóvil. 

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