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6 de enero de 2012

Niños perdidos

      El bastón se le cayó de la mano, pero no lo notó. Se vio a sí mismo, con distinta ropa, menos avejentado, de pie ante un escaparate. Si no hubiera sido la obsesión de los últimos años, habría pensado que se trataba de una pesadilla.
      El otro, su hermano, estaba seguro, cambió la sonrisa que ofrecía al teatrillo de madera y cartón por una mueca circunspecta, de una seriedad que parecía premeditada.
      -Disculpe: ¿podríamos hablar unos minutos?
      -Quoi?
      -Usted se llama, quizás, Juan, ¿verdad?
    -Non –mintió-. Vous vous trompez. Yo no conozco a usted –exageró la dicción francesa.
      -Claro: le cambiarían el nombre, como a mí. ¿No se acuerda usted...?
      -No moleste, se lo ruego.
     A Jean le había costado tanto intentar olvidar. Se había persuadido de la inutilidad de remover el pasado y de la irrevocabilidad de este. Reconstruirlo, entonces, era añadir dolor al dolor mitigado, medias verdades a una falta menesterosa de certeza. Por eso se había mostrado tan remiso a hacer el viaje, y más desde que supo que alguien, muy parecido a él, lo había estado buscando en Toulouse. Pero los negocios eran los negocios.
      -Espere, por favor. Creo que lo llevo encima... –dijo Carlos.
      Unos segundos le bastaron para encontrar, en la guarda de una libreta de direcciones, una fotografía, que entregó a Jean. Jean no necesitó mirarla: sabía que la foto era un retrato de su madre con dos niños gemelos a la altura del pecho.
      -Una cosa más, por favor –Carlos le entregó a su hermano una tarjeta.
     Jean se había alejado ya de la tienda cuando Carlos se le acercó cojeando y le asió suavemente de un brazo.
      -Tú no tuviste la culpa –le aseguró a Jean-. Fui yo: tuve miedo de subir al camión y me solté de tu mano.


      El camión, la frontera, la muerte de tía Andrea, el infierno de Argelès... ¿Cómo explicarle, cómo contarle todo a Carlos? Le daba vueltas y vueltas mientras veía pasar las nubes por la ventanilla del avión, un año después. Repasó, una vez más, la dirección anotada en la tarjeta y comprobó que el papel de regalo que envolvía la fotografía enmarcada de tía Andrea sentada junto a ellos dos, Carlos y Jean, había resistido al ajetreo del embarque. No sabía, no podía saber que, al cabo de unas horas, la depositaría en una tumba.


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