El escocés y el hielo se desleían en su boca lenificando la punzada en la muela. Enfrente, trenes y gentes iban pasando.
-Estoy harto. Siempre igual –dijo una voz a su lado.
-¿Cómo?
-La misma rutina. Me levanto y vengo a trabajar. Vuelvo a casa y duermo. Y vuelvo a levantarme y al trabajo. Siempre igual.
El camarero, que tenía treinta años, miró entonces a su abuelo, que cabeceaba plácidamente sentado en la terraza. La cachava se movía al compás del parkinson.
-Ochenta años. ¿Te imaginas? Cincuenta años más así...
-Hombre: tendrás vacaciones... Tienes tu familia. Eres joven...
El camarero sonrió apenas:
-Hay días en que quisiera morirme.
Tal vez fue porque el dolor de la muela arreció. Tal vez fue porque a él le faltaran treinta años para cumplir los ochenta o porque no le gustaban los trenes. Hay quien dice que estaba achispado.
Se levantó para pagar la cuenta. Preguntó por el camarero. Le dijeron a voces que había bajado al baño. Allí lo encontró mojándose la cara, una cara de treinta años. Cuando extrajo la navaja y la sangre brotó profusa e incontenible, en el rostro del camarero se dibujó un gesto que no supo descifrar. Una menesterosa y tímida muestra de agradecimiento, quizá. O una mueca de estupor. O, quién sabe, una pregunta muda y redonda como una pupila: ¿es igual morir que morirse?
-Estoy harto. Siempre igual –dijo una voz a su lado.
-¿Cómo?
-La misma rutina. Me levanto y vengo a trabajar. Vuelvo a casa y duermo. Y vuelvo a levantarme y al trabajo. Siempre igual.
El camarero, que tenía treinta años, miró entonces a su abuelo, que cabeceaba plácidamente sentado en la terraza. La cachava se movía al compás del parkinson.
-Ochenta años. ¿Te imaginas? Cincuenta años más así...
-Hombre: tendrás vacaciones... Tienes tu familia. Eres joven...
El camarero sonrió apenas:
-Hay días en que quisiera morirme.
Tal vez fue porque el dolor de la muela arreció. Tal vez fue porque a él le faltaran treinta años para cumplir los ochenta o porque no le gustaban los trenes. Hay quien dice que estaba achispado.
Se levantó para pagar la cuenta. Preguntó por el camarero. Le dijeron a voces que había bajado al baño. Allí lo encontró mojándose la cara, una cara de treinta años. Cuando extrajo la navaja y la sangre brotó profusa e incontenible, en el rostro del camarero se dibujó un gesto que no supo descifrar. Una menesterosa y tímida muestra de agradecimiento, quizá. O una mueca de estupor. O, quién sabe, una pregunta muda y redonda como una pupila: ¿es igual morir que morirse?
- Fuente de la imagen: Wikipedia. Es de dominio público.
Mira bien qué deseas... no sea que se cumpla.
ResponderEliminarBss.
Estoy con Anna, jejeje
ResponderEliminarSobre los deseos, a veces es un castigo cumplirlos.
ResponderEliminarHay que vigilar no sea que al expresar un extraño deseo tengas cerca un psicópata con vocación de buen samaritano.
Me ha encantado el texto :-)
Tienes el teléfono del menda? :-)
Salu2
Jajaja.
ResponderEliminar¡Mami! Cuánto me alegro de verte aparecer por aquí después de tanto tiempo. Hay deseos, cierto, que pueden llevar al abismo.
Dinojuanjo: pues te digo lo que a Anna. Jijiji.
Gracias, Markos. Si tuviera el teléfono del tipo, no te lo daría, no sea que te diesen tentaciones...
Es que los dolientes de las muelas son gente de mucho cuidado. Lo digo por experiencia. Y con dolor de muelas lo mejor es una coñac, no un escocés.
ResponderEliminarQue tontería... me he imaginado la escena del baño viéndola reflejada en el espejo :-)
ResponderEliminarCarpe Diem
Ya me lo decía Cypher, vecino. Recuerda que es partidario del brandy.
ResponderEliminarHombre, Adolfo: muy cinematográfico. A cada uno se le va la imaginación por donde le cuadra y eso es bueno. Si de espejos hablamos, los dos personajes vienen a serlo el uno del otro. Y el abuelo, de los dos.