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31 de octubre de 2008

Carranque. Segunda parte.


Carranque siguió el mismo camino que le sirvió para llegar a tiempo de asistir a la última paletada de tierra que dos detenidos arrojaban sobre la fosa en que fue enterrado Girón. Había llegado de madrugada, después de rodear Vega de Espinareda y Sancedo, a la majada que Corro mantenía en Cubillos. En la choza, mientras sorbía de un tazón de leche caliente, oía distraído la cháchara del pastor. Arricivita había salido para Madrid a mendigar otra condecoración. Pero Carranque no veía al comandante, sino al teniente Romeral, muy ufano junto a su jefe en una esquina de la tapia del Carmen. Lo recordaba más flaco: milagros del estraperlo. Así que ya era teniente. Mucho haría en la operación de Ocero.

-De la Adila nadie sabe nada –aseguraba Corro sacudiéndose las migas de la hogaza-, o nadie quiere saber.

Adila... Había creído verla entre las figuras envueltas en pañuelos negros que aguardaban en silencio a unos metros de la fosa. Así que estaba con Girón... No había tiempo para la nostalgia. Carranque sentía el frío de la pistola que le llegaba a la ijada atravesando la camisa como una incitación. Hubiera preferido un naranjero; pero las granadas que llevaba en un bolsillo del chaquetón podían suplirlo en caso de apuro.




-Ya es hora –susurró mientras se levantaba.

-Carranque, te has arriesgado mucho. Déjalo estar: no merece la pena.

La puerta de ennegrecidas tablas chirrió al abrirla. Con el fresco de la mañana entró como una exhalación el Bizco, el perrillo de Corro.

-Mira: parece que viene a despedirte.

Carranque miró por un momento al animal. Aguantó las ganas de corresponder a las fiestas que el Bizco le hacía. Tampoco se atrevió a abrazar al pastor. Fuera del chozo, sin volverse, le dijo:

-Por si no volviéramos a vernos: gracias por todo.

-Carranque: si caes... por tu madre...

-Deja en paz a mi madre –pidió con una sonrisa apenas dibujada en su rostro.



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