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25 de octubre de 2008

Beltenebros


Lo primero que le viene a uno a la cabeza cuando abre Beltenebros (1989), la tercera novela de Antonio Muñoz Molina, es la penitencia a la que se somete Amadís de Gaula en la Peña Pobre al ser rechazado por su amada Oriana. En ella, Amadís toma el sobrenombre que da título a la obra del ubetense. La penitencia de Amadís nos lleva a la que a imitación suya realiza don Quijote en Sierra Morena, añadiendo algunas de las locuras del Orlando o Roldán despechado por saber que Angélica la Bella “había cometido vileza con Medoro”.

Roldán Andrade es uno de los nombres que usa el supuesto traidor al que Darman, el narrador de Beltenebros, tiene que matar. Este es uno de los ejemplos de intertextualidad que Muñoz Molina utiliza en su obra. El ejemplo apunta a cuatro motivos fundamentales de la novela: la traición, la enajenación, la identidad (Darman es, también, un sobrenombre), los celos. Motivos que podemos relacionar con algunas fuentes de inspiración que el autor maneja con habilidad: la novela negra (aunque habría que decir, más bien, el cine negro), la novela de espionaje, la literatura existencial y la novela sentimental o el folletín.

El ejemplo se abre a otros rastros intertextuales. El verdadero Beltenebros, topo que se introduce en la organización antifranquista para la que Darman trabaja, no es Walter (otro sobrenombre), a quien Darman ejecuta en el Madrid de los años cuarenta, sino su camarada Valdivia, que veinte años después aparece bajo la figura del comisario Ugarte, quien es capaz de ver en la oscuridad y, desde allí, según Rebeca Osorio, sabe todo. No es extraño que algún comentarista hable del príncipe de las tinieblas. Tampoco es extraño que Ugarte, Beltenebros, muera huyendo de la luz que proyecta una potente linterna. Si a esto se añade el poder hipnótico que parece ejercer sobre algunos personajes, en especial sobre Rebeca Osorio, y los actos, sugeridos, de violencia sádica a que la somete, tenemos algunos trazos que delinean el personaje del vampiro.

El personaje de Rebeca Osorio nos encamina por otras sendas. La primera Rebeca, la compañera de Walter a la que tanto Valdivia como Darman amaban o deseaban, utilizaba el nombre para firmar las novelas sentimentales que escribía. Esta Rebeca se vuelve loca a causa del asesinato de Walter. La hija de ambos, la segunda Rebeca Osorio, reconoce que no le gusta el nombre porque parece de película. La referencia al film de Hitchcock o a la novela de Daphne du Maurier es, por lo tanto, evidente. Aunque en Beltenebros Rebeca no muere, la imagen de su juventud marca el comportamiento y las obsesiones de Ugarte hasta el punto de hacer de la segunda Rebeca, la hija, una repetición o réplica de la primera. Esto es lo que llama la atención de Darman cuando la entrevé por primera vez y lo que le impulsa a buscar la verdad.




El mito de Pigmalión, también, de manera indirecta, el del Minotauro, se subraya en los últimos capítulos. Darman llega, por un recorrido laberíntico e infernal que empieza en el palco de la Boite Tabú, al cubil, a la Peña Pobre, de Beltenebros. Ugarte se esconde en el viejo y clausurado Cine Universal. Allí oculta a la Rebeca loca. Allí pretende ocultar para siempre a la joven Rebeca. En el Universal, Rebeca escribía sus novelas y Walter se ganaba la vida proyectando películas. Ahora es Ugarte el que se encarga de que las imágenes de sus sueños se vean en la pantalla. Mientras Darman busca a la chica y a Beltenebros, en la pantalla se suceden los fotogramas de Vértigo. Si la primera Rebeca representa a Madeleine y la joven Rebeca a Judy, el papel de Scottie corresponde no sólo a Darman, sino sobre todo a Ugarte, que cae lentamente al abismo que se abre entre el entresuelo y el patio de butacas.

No pretendemos agotar las huellas de la intertextualidad en Beltenebros. No se engañe el lector tampoco con este repaso. Beltenebros no es un centón desordenado de historias: todas sirven y contribuyen, unidas a la densidad del estilo, a crear el especial clima de la trama.

Cabe preguntarse qué queda de la realidad reflejada con tanto cine o tanta literatura. No se olvide que los hechos relatados en la novela se sitúan en el marco de la lucha clandestina contra la dictadura de Franco. Muñoz Molina ha dicho en varias ocasiones que no pretendía un documento histórico, sino una novela abstracta. Desde nuestro punto de vista, la estilización a que se ve sometida la realidad en Beltenebros no le quita carga crítica, sino que esta no se ofrece de manera directa y esto le proporciona, además, universalidad. La oscuridad en que se mueve Ugarte y que contagia a toda la novela confiere a ésta un aire de historia gótica que condice, creemos, con el terror de una dictadura. Beltenebros intenta reproducir de manera vicaria el pasado, pero para ello tiene que desvirtuarlo en una estéril repetición de clichés imaginarios que sólo puede sostenerse sobre la violencia. Establecer una analogía entre esta forma de actuar del personaje y, por ejemplo, la veleidosa remisión a la tradición de la época franquista puede parecer exagerado, pero es, no sólo posible, sino también plausible.

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